La Cosa está ahí, sentada en mi sillón Voltaire, frente a esta mesa, y entrecerrando soñadoramente sus ojitos joviales y malévolos me dice con la cabeza que sí, que puedo contar esta historia, empezarla por donde debo empezar y escribir cuánto me gustaban esos viejos bares de Buenos Aires, un poco sórdidos, que, como los zaguanes y los patios, inexorablemente han ido desapareciendo hasta de los suburbios de la ciudad. Despachos de bebidas, se llamaban antes. Cada día que pasa quedan menos, pero si uno sabe buscarlos todavía puede encontrar alguno en la recova del Once, en los alrededores del puente Pueyrredón o en una cortada de Pompeya. La fórmica ha hecho retroceder a la madera, y el buen olor del vino tinto y del tabaco negro va siendo reemplazado por el de la pizza y el de las hamburguesas; pero todavía quedan algunos. La seducción que esos bodegones insomnes ejercen sobre mí no tiene nada que ver con el alcohol. No soy un gran bebedor, ni siquiera un bebedor mediocre. Soy sencillamente, o tal vez debo escribir que fui, un hombre solitario. Puedo pasarme la noche entera frente a un pocillo de café, y si a veces condesciendo a pedir una copita de caña de durazno o un cognac es para no despreciar a mis ocasionales compañeros de mesa. Para que no desconfíen de mí; par que me hablen. He conversado en esos bares con los personajes más extraordinarios de Buenos Aires. Actores fracasados, ex presidiarios, viejas putas en decadencia, infantiles putas en ascenso, poetas que se creían, o quizás eran, genios incomprendidos, tristes homosexuales que venían de una paliza descomunal, violeteras que juraban haber cantado con la Galli Curci o haber sido amantes de Perón. En un cafetín de la calle Godoy Cruz, conocí a un marsellés que a la quinta ginebra, sacándose la camisa, me mostró una cicatriz, un costurón de treinta centímetros de largo y del grosor de un dedo, que le habían hecho en Sidi-bel-Abbès cuando era sargento de la Legión Extranjera. En el Dock Sur, me encontré a un tipo que aseguraba haber diseñado no sé qué formidable proyecto y haber sido robado, y que me pidió que leyera los diarios en los próximos días porque podía probármelo. Cosa que en cierto modo me probó, pues antes de una semana leí que un conocido arquitecto uruguayo, y a continuación iba su nombre, se había suicidado tirándose desde la cúpula del shopping del Abasto, sin que nadie supiera las causas de semejante determinación.
Por otra parte, yo les creía sin necesidad de pruebas. No existe ninguna razón para que un hombre le mienta a otro en lugares como ésos. Son como pequeños infiernos, y es absurdo imaginar que alguien quiera justificarse, alardear o engañar a otro en el infierno. El único al que no le creí fue al tipo del mono jorobado, y ahora la Cosa está sentada en ese sillón y baja aprobatoriamente los párpados.
El hombre se había acercado a mi mesa como todos los otros. Una paradoja de la soledad es que tiende a unir a la gente, y la misma fascinación que ejercían ellos sobre mí era la que los atraía a ellos. Yo los miraba y sonreía, o ellos me miraban, hacían un gesto con el vaso, y el puente ya estaba tendido: uno de los dos terminaba sentado a la mesa del otro.
El que se me acercó esa noche era un hombre más o menos de mi edad, de voz muy baja y ademanes serenos. Como todos los demás, entró en tema de manera gradual y algo indecisa. Por lo que entendí, desde hacía mucho tiempo lo acompañaba a todas partes un fantasma privado o demonio personal que, según me dijo, ahora mismo estaba sentado junto a nosotros y al que de tanto en tanto llamaba mi mono. Que el hombre estuviera loco no me asombró. Entre mis compañeros de conversación se contaban, naturalmente, unos cuantos locos. Casi siempre parecían mansos, como éste, y no resultaban los menos interesantes. Tampoco me llamó la atención el hecho, por lo demás frecuente, de que fuera un hombre culto: en un momento había dicho que, como yo quizá debía saberlo, Sócrates también había tenido el suyo.
–¿Qué aspecto me dijo que tiene? –le pregunté. –No se lo dije –contestó el hombre–. No tiene un aspecto. Tiene cualquier aspecto, adopta cualquier forma. Quien determina eso, parece, es el alma de su dueño.
–Quiere decir que hay otros, además del suyo.
–No –contestó rápidamente el hombre, pero de inmediato titubeó, como si lo pensara mejor–. En realidad, no sé. Lo que quiero decir es que éste ha tenido otros aspectos. El que me lo dio a mí decía que era como una mujer etíope, muy hermosa. El que se lo había dado a él,hablaba de una especie de figura geométrica, un cono invertido, algo así como un gran trompo. Un trompo que no giraba, estaba ahí, siempre a su lado, en equilibrio sobre su inestable puntita. Pero igual se comunicaba con él. Cualquiera sea su forma, siempre da la impresión de tener vida. Y sobre todo voluntad e inteligencia.
Yo me había quedado pensando en la mujer etíope.
–Por lo visto siempre es desagradable.
–Usted lo dice porque el mío es un mono –el hombre se reía silenciosamente–. Usted está pensando que a mí me tocó lo peor. Se equivoca. Este tampoco es desagradable. ¿Quiere que se lo describa?
Le dije que por favor. Llamé al mozo y ordené un café para mí y otro vaso de vino para él.
–No –dijo.
–De acuerdo. No me lo describa, si no quiere. Sólo se lo pedí porque me lo propuso usted.
–Sí voy a describírselo –dijo el hombre–. Lo que quise decir es que no quiero vino. Preferiría un whisky, si me invita.
Lo invité, por supuesto. Los solitarios aprendemos desde muy temprano que toda compañía tiene un precio. Cuando terminó de describírmelo, debí admitir que su fantasma personal, en efecto, no resultaba agradable. En términos generales era un chimpancé. La joroba la llevaba del lado derecho, y no le sentaba mal. Mientras hablaba, el hombre miró varias veces hacia el costado, como queriendo corroborar la exactitud de sus palabras o como si pidiera la aprobación del otro. Varios whiskys más tarde sus ademanes y su voz seguían siendo sosegados, sólo me pareció sentir que, agradable o no, ese compañero había terminado por resultarle una carga demasiado pesada.
Por otra parte, yo les creía sin necesidad de pruebas. No existe ninguna razón para que un hombre le mienta a otro en lugares como ésos. Son como pequeños infiernos, y es absurdo imaginar que alguien quiera justificarse, alardear o engañar a otro en el infierno. El único al que no le creí fue al tipo del mono jorobado, y ahora la Cosa está sentada en ese sillón y baja aprobatoriamente los párpados.
El hombre se había acercado a mi mesa como todos los otros. Una paradoja de la soledad es que tiende a unir a la gente, y la misma fascinación que ejercían ellos sobre mí era la que los atraía a ellos. Yo los miraba y sonreía, o ellos me miraban, hacían un gesto con el vaso, y el puente ya estaba tendido: uno de los dos terminaba sentado a la mesa del otro.
El que se me acercó esa noche era un hombre más o menos de mi edad, de voz muy baja y ademanes serenos. Como todos los demás, entró en tema de manera gradual y algo indecisa. Por lo que entendí, desde hacía mucho tiempo lo acompañaba a todas partes un fantasma privado o demonio personal que, según me dijo, ahora mismo estaba sentado junto a nosotros y al que de tanto en tanto llamaba mi mono. Que el hombre estuviera loco no me asombró. Entre mis compañeros de conversación se contaban, naturalmente, unos cuantos locos. Casi siempre parecían mansos, como éste, y no resultaban los menos interesantes. Tampoco me llamó la atención el hecho, por lo demás frecuente, de que fuera un hombre culto: en un momento había dicho que, como yo quizá debía saberlo, Sócrates también había tenido el suyo.
–¿Qué aspecto me dijo que tiene? –le pregunté. –No se lo dije –contestó el hombre–. No tiene un aspecto. Tiene cualquier aspecto, adopta cualquier forma. Quien determina eso, parece, es el alma de su dueño.
–Quiere decir que hay otros, además del suyo.
–No –contestó rápidamente el hombre, pero de inmediato titubeó, como si lo pensara mejor–. En realidad, no sé. Lo que quiero decir es que éste ha tenido otros aspectos. El que me lo dio a mí decía que era como una mujer etíope, muy hermosa. El que se lo había dado a él,hablaba de una especie de figura geométrica, un cono invertido, algo así como un gran trompo. Un trompo que no giraba, estaba ahí, siempre a su lado, en equilibrio sobre su inestable puntita. Pero igual se comunicaba con él. Cualquiera sea su forma, siempre da la impresión de tener vida. Y sobre todo voluntad e inteligencia.
Yo me había quedado pensando en la mujer etíope.
–Por lo visto siempre es desagradable.
–Usted lo dice porque el mío es un mono –el hombre se reía silenciosamente–. Usted está pensando que a mí me tocó lo peor. Se equivoca. Este tampoco es desagradable. ¿Quiere que se lo describa?
Le dije que por favor. Llamé al mozo y ordené un café para mí y otro vaso de vino para él.
–No –dijo.
–De acuerdo. No me lo describa, si no quiere. Sólo se lo pedí porque me lo propuso usted.
–Sí voy a describírselo –dijo el hombre–. Lo que quise decir es que no quiero vino. Preferiría un whisky, si me invita.
Lo invité, por supuesto. Los solitarios aprendemos desde muy temprano que toda compañía tiene un precio. Cuando terminó de describírmelo, debí admitir que su fantasma personal, en efecto, no resultaba agradable. En términos generales era un chimpancé. La joroba la llevaba del lado derecho, y no le sentaba mal. Mientras hablaba, el hombre miró varias veces hacia el costado, como queriendo corroborar la exactitud de sus palabras o como si pidiera la aprobación del otro. Varios whiskys más tarde sus ademanes y su voz seguían siendo sosegados, sólo me pareció sentir que, agradable o no, ese compañero había terminado por resultarle una carga demasiado pesada.
«La Cosa»
Abelardo Castillo
Abelardo Castillo
por fin revivió, Z!
ResponderEliminares un cuento de Abelardo o es parte de una novela?
aunque igual creo que hay que pasar a otra cosa, algo distinto de los blogs; aunque todavía no se bien que
podría ser un broadcast de sueños; que uno se subscribiera y por la noche le llegaran los sueños que el autor le preparó
eso, para mi todavía es imposible (y ni le digo del tiempo que me tomaría si fuera posible), pero para un alquimista como ud, quien sabe
Es el comienzo de un cuento de Abelardo Castillo, sokón.
ResponderEliminarMe sorprende la extensión de la oración inaugural, y su claridad. Este cuento en particular tiene un montón de ejercicios ejemplares que, por estar magistralmente al margen de la historia, pasan desapercibidos a una primera lectura.
Por supuesto que La Cosa, de la que habla, no es si no ese demonio personal, con forma de mono jorobado o mujer etíope, o cono invertido.
Obviamente me hizo recordar a El Horla, de Maupassant, pero me pareció tan notable la rioplansidad del caracter de esta criatura creada por Castillo, que no pude dejar de expresarlo.
No tiene la gravedad de un Horla europeo, ni la desproporción de uno norteamericano, ni siquiera la rotunda fatalidad de uno sudamericano.
Voy a decirle algo que no puedo afirmar por falta de conocimiento, pero sospecho que no hay una literatura colombiana, ni chilena, ni ecuatoriana, ni siquiera uruguaya. Pero hay una literatura rioplatense.
Me llevó muchos años descubrirlo, y al afirmarlo, cambié radicalmente mi opinión al respecto, por lo que si, llegado el caso, descubro que mi descubrimiento fue falaz, no problem.
(Ojo, quiero decir que lo descubrí para mí, porque siempre creí lo contrario.)
Eso que usted dice de los sueños, pasa con más frecuencia en la realidad sokón. Existe una memoria colectiva, una conciencia que todo lo abarca. Haga la prueba, si quiere: esconda en su casa cinco papelitos escritos con cinco frases que a usted se le ocurra, y no le diga a nadie. Verá que al cabo del tiempo, su señora, o su hija, o incluso un visitante, los irán encontrando, con la siguiente particularidad: jamás encontrarán más de cinco.
Si quiere una prueba más contundente de esa memoria colectiva, es que usted es demasiado rígido en su escepticismo.
Además, si ud. nos resulta simpático, cada frase será descubierta en el momento propicio para la persona adecuada.
Desde los límites de la lengua, saluda lo.
Nos.
Lo desconozco todo acerca del monstruo que menciona, sokón.
ResponderEliminarNo entendí lo del título. De hecho, el título dice lo que yo quería decir. Amplíe, si gusta.
Con respecto a su rigidez, bueno, no sé, si es para alegrarse me alegro, si no lo es, no. Soy solidario.
Con relación a su pregunta le comento, algo perplejo, que no dije que solo existe una literatura latinoamericana -al menos no lo recuerdo ahora-, lo que sí dije -en el comment anterior, si a eso refiere se- es que no existe una literatura latinoamericana, al menos no tan clara como una rioplatense.
(Una infusión de manzanilla?
Vaia vaia. Eso suena a doblaje de película, no?)
leyó 'te verde' de Sheridan Le Fanu? ahí va a ver al monstruo del que habla Abelardo (bastante diferente al Horlá)
ResponderEliminarsin embargo, el monstruo de te verde no tiene nombre; en cambio el horlá si
si no leyó te verde, retiro mi acusación :-)
pero léalo
sobre lo de la existencia de una literatura latinoamericana, puse cualquiera; en ese párrafo debe sustituír 'latinoamericana' por 'rioplatense' para que tenga sentido:
"ah, si; su sospecha de que solamente existe literatura latinoamericana -> rioplatense es bastante discutible; me imagino que es una de esas afirmaciones suyas que hace solamente para provocar; tendría la amabilidad de confirmar mi presunción?"
mi posición al respecto es que hay muchísimas literaturas latinoamericanas, incluídas la rioplatense
Muy bueno, zeta.
ResponderEliminarUna alegría tenerlo de vuelta.
Buenos Días Zeta.
ResponderEliminarHoy me he regaloneado la mañana con las letras de Castillo. Se le agradece la publicación.
Otro sí digo: Me resisto a terminar el año calendario sin saludarlo (es mi costado burgués, sepa entenderlo)y no me arrugue la nariz!
leendo castillo,
ResponderEliminarfeliz año!
let's get it on!
ResponderEliminarmiren la encuesta en ficcionrara!
http://ficcionrara.blogspot.com/
volvi
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