lunes, 22 de diciembre de 2014

Me gusta, no me gusta

Sollers escribió: «Salgo. Voy a tomar una copa, solo, al bar del Pont-Royal... Más escritores... Gabriel García Márquez... (...) William Saroyan, en el bar, con una maciza pelirroja... (...) Hay también unos suecos que hablan muy alto, sin parar. (...) Oigo repetirse la palabra "Nobel"... Decididamente, se trata de una reunión en la cumbre...».

El bar del Pont-Royal es el bar Gallimard, insoslayable, irresumible. Todos los autores de la casa se han sentado en él, la mayoría de los autores traducidos han dormido allí. La lista de los Nobel, en el Grand Hôtel de Estocolmo, se limita a un nombre al año, aquí lo que habría que reproducir es el índice de autores del catálogo de los libros. Olvidémoslo, pero conservemos el principio de las listas de Perec a quien, en la serie «Me gusta, no me gusta», le gusta el bar del Pont-Royal.

En su «Manual de Saint-Germain-des-Prés», Boris Vian distingue entre dos categorías de existencialistas, los ricos y los pobres: «Al principio, todos los existencialistas eran pobres, pero después Sartre, Beauvoir y Camus ganaron dinero con la literatura. (...) Esos existencialistas ricos tienen como cuartel general el "Pont-Royal" e incluso toman cócteles.» 

Así, pues, Sartre, Beauvoir, Camus, y luego Perec, y Sollers. El director del hotel, que me recibe, añade a Nimier, Blondin, Jacques Laurent, Déon, Bodard, Bianchiotti, Mohrt, Japrisot, para el bar.

Para las noches, pasa las páginas del Libro e Oro. Anoto: Ehrenburg, Roger Vailland en una habitacioncita del séptimo piso y Arthur Koestler en 1946; Edmond Jaloux en 1947, Paul Éluard y Arthur Miller y Armand Salacrou en 1949; Virgil Gheorghiu y Beck, Thyde Monnier; Aldous Huxley en 1954; Norman Mailer, Maurice Druon y Romain Gary en 1956; E. E. Cummings en abril de 1957; T. S. Eliot en 1958; Sagan en 1959 «desde hace cuatro años», Queneau «desde hace quince años»; Maurice Roche, y Han Su Yin, después Frederic Mullaly, quien concibió en el hotel su libro «Danza macabra»; Jean Cau y Jean Giono en 1962; Le Clézio en 1963; Tom Jones en 1964; Ignazio Silone en 1967; Franco Bruzatti en 1969; y además Yourcenar, Elie Wiesel, Javier Couto, James Baldwin, Modiano, etcétera, etcétera.

Hoteles Literarios
Nathalie de Saint Phalle

lunes, 8 de diciembre de 2014

¡Qué gran libro!

La mejor de las fieras humanas
Aldo Mazzucchelli

Luego de varios años de circular por las tertulias llegó a nuestro pupitre, anunciado por innúmeros encomios y rucias algazaras, este libro retacón y cajetilla que, con ingenioso descaro, nos propone la editorial Punto de Lectura: un volumen descartable, casi cúbico, de tenue encuadernación que duró apenas un centenar de notas al pie, antes de destriparse. Pero valga esa metáfora de la irrepetibilidad de toda lectura, que esta tribuna aplaude hasta la excoriación.

Se trata de la biografía –¡ah, tacañería infame del encomio! ¡más que eso! parece recriminarme mi amanuense haciendo un alto en su tarea de digitación; ¡es mucho más que eso! es la vida misma –del poeta Julio Herrera y Reissig. Señores: aquí está, pués, todo; cada miserable partícula de mugre en las uñas del poeta, cada resto de lechuga entre sus dientes, cada pensamiento que tuvo o que no tuvo, o que quizá podría haber tenido. Es difícil imaginar cómo hizo Herrera y Reissig para vivir sin haber leído antes este libro. Sólo falta (y no sé cómo se ha escapado) el poeta.

No hace falta aclarar que estamos ante una obra bastante escatológica, pues es lo propio del género. Una biografía muy moderna: la vida como la contaría Tinelli. En este punto mi amanuense sonríe contrariado; me aclara que de eso se trata toda biografía. ¿Para qué si no...? y me mira desde abajo, esperando una retractación de mi parte.

La pregunta es interesante y de difícil respuesta. ¿Para qué son las biografías? ¿Cuál es la tesis detrás de La mejor de las fieras humanas? ¿Qué busca? No es evidente y no lo sé. Para mí se trata, le digo disimulando el balbuceo con un bostezo forzado, de un gran conjuro, un ritual esotérico para convocar y retener, contra su voluntad, el alma de nuestro mayor poeta. Es la escoria de una monomanía del autor. Pero todo libro es eso, en el fondo, aclara mi amanuense desde el teclado, aguardando que yo asienta. Asiento.

Admito, de mala gana, que quizá esté predispuesto. Me disculpo; es mi falta de capacidad para evitar que los datos íntimos de un autor me arruinen la lectura de sus obras, y cambio de tema. Me gusta mucho Herrera. La Tertulia Lunática me hace llorar.

En definitiva, Mazzucchelli nos presenta su visión de Herrera y Reissig, como hace cualquier biógrafo. Pero en este caso, eso entraña una peligrosidad, pues ésta está tan bien escrita y documentada, que uno debe hacer un esfuerzo de atención para no tomar por cierta la ilusión de que está ante la vida real del poeta.

Pero vengan, los invito a pasar por este lado, a contemplar las virtudes de esta obra ampliamente recomendada, que desde ya recomiendo a todos también yo; dice mi amanuense.

Se trata de una investigación impresionante. Obsesiva. Podemos decir que es un libro obsesivo, lo cual no le quitaría mérito, sino al revés. Hay hasta un empeño en que se note la envergadura de la investigación. Tan rica en detalles y a veces tan cargosa (a partir de cierto punto digo ¡basta! –¿vasta? pregunta el amanuense –¡basta! qué me importa que la señorita Elvira le reveló en una entrevista a Mazzucchelli, a la que cortésmente accedió, que tuvo en sus manos una carta donde decía que  por un tiempo el poeta se peinó con raya al medio), tan cargosa, decía, en puntillar fuentes y las circunstancias que las rodean, durante doscientas  páginas de notas al pie, que al leerlo uno tiene la ilusión de que está accediendo, realmente, a la vida del poeta. Que lo acompaña en sus derivas. 

Éste es un gran mérito que se hace evidente si a continuación leemos, por ejemplo El bastardo, que intenta biografiar a Roberto de las Carreras, y donde es evidente la invención de detalles ineficaces y el tono de profesor suplente que adopta el narrador.

La mejor de las fieras humanas es un gran libro, tiene un gran título, elegido a medias entre Mazzucchelli y Herrera y Reissig, y si en algo falla, quizás, es en que luego de las novecientas páginas que nos presentan a un poeta empeñoso y brillante, gafe y drogadicto, decadente, despatriciado y a quien el mundo resulta ajeno, incluso luego de las inabarcables páginas de notas al pie, no se llega a conocer a Julio, como luego de leer su propia obra. Sólo falta, como dije antes, el poeta. Pensándolo bien, ahora, me parece que eso es bueno; es también un gran mérito.

Leí la prosa de Julio Herrera y Reissig en paralelo con  la de Mazzucchelli y el contraste es abismal. Quizá una me acercó a la otra; puede ser. Pero hay algo luminoso en la palabra de Herrera, y levemente oscuro en la nítida prosa de Mazzucchelli.

Por otro lado, este libro, que debería poner bajo los focos al biografiado, acaba trayendo a un primer plano al propio autor. Aunque tal vez este efecto sea un triunfo.

Felicitaciones Mazzucchelli y gracias. Escribió usted un bello libro, necesario, que justifica su existencia, y enriquece la de los demás. Y está hecho con amor, casi como un tributo, sincero, a uno de los más grandes escritores. Ojalá todas las biografías fueran así.

miércoles, 14 de mayo de 2014

El gaucho Garcilaso



«Fausto y Fili-Benzo aguardaban la vuelta de Urú-Katú -quien todavía no había regresado al pueblo- para coordinar noticias respecto al movimiento de las tropas gubernativas y elaborar en consecuencia los propios planes de acción. Mientras, se sucedían las excursiones y esparcimientos en honor de los visitantes.

Uno de los espectáculos que más asombró -e incluso llegó a escandalizar a algunos de aquellos rudos forasteros- fue el baile de pelados que se organizó precisamente en su honor.

Es éste, simplemente, un baile de nudistas a la luz atenuante de la luna. ¿De qué tiempo remoto, de qué cuenca perdida vendría esa costumbre, a la vez osada y púdica? Nadie lo sabía ni intentaba explicarlo. Era una tradición que se justificaba por sí misma; un fuero lugareño que pervivía en la región.

Llegó la noche de aquel festejo llamativo y extraño. Constanza, única mujer visitante, no quiso ir; Azores quedó acompañándola con algún pretexto. Por su parte Fili-Benzo masculló que semejante espectáculo era una porquería digna de gringos y también dio unas excusas de ocio noble y de trabajos, para no asistir. En cambio, en la masa de los visitantes reinaba una pungente curiosidad por conocer aquel recatado atrevimiento. Y así acudieron la mayoría.

En una discreta pradera, al amparo de árboles, se verificó aquel singular espectáculo. A la luz del sol hubiera sido inadmisible y chocante; pero bajo la claridad cenicienta resultaba sugestivo, por lo menos excusable. La luz lunar todo lo perdona y absuelve. Surgía bajo su claridad algo de autóctono y nativo, de rescatado de tiempos remotos, de épocas perdidas tras el olvido.

Los cielitos y pericones parecieron de mágico retorno a una antigüedad. A compás se recortaban las figuras cimbreantes de mozos y mozas, pero también de personas de segunda edad. De pronto se disimulaban y se perdían en juegos de claroscuro; pero reaparecían en un rito oportuno, ya totalmente, ya en trozos evidentes, sugeridos o propuestos. Realmente era de verse cómo se disimulaba y se exhibía por turno. Los cuerpos, en su mayoría tan blancos bajo aquellos rostros curtidos, parecía que duplicaban la personalidad natural de los bailarines.

Algunas chinas de mediana edad brillaban de pronto al claro, algo ventrudas y sueltas, manteniendo con toda viveza movimientos y compás. Entreveíanse piernas y grupas quizá demasiado pulposas, pero en el campo esa abundancia se cotiza bien. El repertorio de pechos caídos y levantados iba más allá de curiosidades e inflamaba imaginaciones. Siempre abundantes, nunca secos, apuntaban en algunos casos al gigantismo. La mestiza Eudelia, por ejemplo, ofrecía un desarrollo tan formidable, que fácilmente duplicaba el volumen de las participantes mejor dotadas.

Una duda había atravesado el espíritu de Diolecio da Persíncola en los primeros momentos:

-¿Pero esto será decente?

-Decente no sé, compadre; pero una vez que se desvistió ¿qué va a hacer? Ya está ahí -le replicó uno de los lugareños. Y agregó convencido -Y este baile, bien o mal que se vea, ahuyenta los malos espíritus.

No se necesitó más para persuadir al veterano. En cuanto a los más jóvenes, como Orsús, Basilio o Tributo Morales, participaron desde el primer movimiento en aquella kermesse nocturna. Si bien al comenzar parecieron un tanto desconfiados y cohibidos, anadando el baile alcanzaron una total euforia.

Fue ciertamente un baile en el tiempo, de final pronosticable pero indescriptible.»


El Inca de la Florida
Roberto Fábregat Cúneo

viernes, 11 de abril de 2014

¡Festejen, uruguayos!

UR - Melodrama biológico
Novela de: Leandro Delgado



Ur es el primer libro maldito real, de carne y hueso, que tengo en mis manos. Conviene saber de antemano que hay una voz ahí adentro. Una voz que va leyendo cada palabra meticulosamente. Una voz grave y casi mecánica. La letanía de alguien que no entiende lo que lee, o no le importa, o quiere darme tiempo para que yo comprenda. Ur es producto de un Pacto, un Acuerdo consciente o subconciente. Esto es evidente a las pocas páginas. Pero no tengas miedo, eso pasa. Durante unos días vas a tener sueños por las noches, y a veces durante la vigilia. En ocasiones la voz puede salir del libro y empezar a contarte otras cosas. Pero todo eso, a los pocos días, pasa.

Asusta un poco el vértigo al imaginar todo lo que hay detrás de cada página, comprimido. Asusta pensar en el autor. El vacío que habrá sentido en torno a su escritorio cuando, al final, levantó la vista con el lápiz todavía incrustado en los dedos y se quedó en blanco, con una sonrisa hueca. Y escuchó el silencio. El frío. Quizá Delgado tenga mucho aún para escribir, porque es un escritor que muta. Pero esa multitud no está dentro de Ur. Para bien, o para mal, se dio la circunstancia, singularísima, de que pudo decirlo todo.

Ur es un libro tan poderoso que destruye todo lo que lo sustenta. No es posible una continuidad después de esta novela de Leandro Delgado. No es posible una proliferación de su propuesta. Es perfecta, y destructiva como toda perfección. Como el arca guardada en el sancta sanctorum del templo, destruye todo a su alrededor. Pero se trata de una destrucción nutritiva, amorosa en última instancia, cuyas moléculas esparcidas serán abono para algo completamente diferente. He ahí, si te parece aceptable, la continuidad que ofrece.

A medida que leo, o escucho lo que esa voz sobrenatural va leyendo, siento en mis brazos y en mi vientre el esfuerzo físico de la escritura, siento que el libro está escrito con sangre, con tripas, con pedazos del autor, que lo han abandonado.

Es un libro que parece escrito durante décadas, pero también parece escrito por un principiante. Un ingenuo. Porque sólo la inocencia es capaz de acometer una tarea tan descomunal. Y aunque la contratapa da cuenta de una larga trayectoria literaria que atribuye a Delgado, la sacra ingenuidad es innegable. Porque no existe otra posibilidad. Porque solo en la mente del principiante pueden existir tantas opciones, mientras que en la del baquiano hay apenas unas pocas.

Escribir es difícil. Escritor es el individuo al cual escribir le cuesta mucho más que al común de las personas. Pero por sobre todo es difícil escribir un libro así, en una dimensión diferente.

Ur es un lugar en busca del cual parte un grupo de extraños personajes: un capitán telépata al mando de una nave inteligente, un clon lleno de cuestionamientos existenciales, un par de mellizas devenidas siamesas, un gigante y su enamorada, una vaca sentimental. No se sabe muy bien por qué van a Ur, ni si es posible llegar, ya que está ubicado en otra dimensión. Así resumido no debería despertar ningún deseo de lectura; más bien un aburrido escepticismo. Sin embargo, eso sería un terrible error. Parte del misterio de Ur es que esta historia funciona maravillosamente. Ur es mucho más que su descripción.

Ur tiene el don de hablar a cada uno sobre cosas distintas, como los mitos inmortales. A mí eligió hablarme sobre literatura; sobre la creación literaria, y sobre la escritura como sustrato de la realidad.

Aquí todos los personajes parecen una descomposición del creador literario: el capitán telépata, sin más nombre que su función directriz, tratando constantemente de meterse en la piel de otras criaturas y sentir desde su perspectiva, intentando conducir la nave hacia un lugar que no sabe muy bien dónde está, es claramente el aspecto más consciente de la creación: el autor tratando de escribir la obra, de conducir la nave.

La nave, la obra misma, obediente a las órdenes recibidas, pero con autonomía creciente, parece en cualquier momento al borde de mandarse por su cuenta, fuera de control, porque de última sabe más que el capitán sobre lo que debe hacerse y cómo hacerlo. 

El clon, con recuerdos implantados, creado adulto de repente, es demasiado parecido a un personaje literario, inventado para la obra, con recuerdos impostados. Las siamesas: la búsqueda del alma gemela, que es también la búsqueda del lector ideal, porque ¿para quién y para qué, sino, escribe uno? El texto está repleto de marcadores que sugieren esta semántica: las gemelas, por ejemplo, se unen (siamesarizan, dice Delgado) en un atardecer especial -eso es muy romántico- y a partir de ahí cargan el karma de ese instante, hasta la separación. No voy a profundizar esto, pero está por todo el texto. Otro: un escritor que se escinde de su misterio poético, las causas y lo que ocurre con cada parte; el gigante que es quizá el personaje más humano (irónicamente, el único), es el melodrama. Se ha dicho que toda historia es policial. Yo creo que toda historia es melodrama. He ahí el gigante, la mecánica de la narración. Ur: una creación poética, un verdadero planeta de clase Ur.

Pero Ur es, sobre todo, una historia muy divertida que se lee casi de un tirón. Sokon m ha establecido que Ur es muchas cosas. Coincido. Hay en él un sentido alegórico, un sentido analógico, uno anagógico, y posiblemente muchos más.

Los defectos: la identificación de Ur con Montevideo fracasa rotundamente, pero es mejor así, porque Montevideo ya no tiene nada que ver con esta historia, si es que en algún momento lo tuvo. Hay salidas de tono que parecen chistes innecesarios; pero en una obra de esta calidad podemos asumir que quizá, estas excrecencias no las estamos leyendo en el registro correcto. Dicho de otro modo, quizás existe un registro en el cual no sean salidas de tono.

Por otro lado, no hay una palabra que no tenga peso (y aquí vuelvo a la creación como tema central de Ur). La literatura es importantísima en este libro. No es, ni intenta ser, un sustrato transparente e inocuo que viabiliza la manifestración, una especie de éter, sino que es el UNO del cual todo procede por adaptación y especialización y diversificación, como sostiene la tabula smeralgdina. De hecho, si Ur se hubiera publicado en el siglo XVII, sería un hermoso grimorio sobre alquimia.

No es habitual que se publiquen libros como Ur en Uruguay, ni en otro lado. Es un privilegio al que no deberías renunciar.