La lectura de un libro es una experiencia irrepetible. Por fortuna. Lo es, por el libro en sí; lo es por la cantidad de veces que lo hayamos leído, pero también por las lecturas inmediatamente anteriores de otros libros. Y, aunque parezca raro, posteriores; por la sencilla razón de que toda reflexión sobre la experiencia se da a posteriori, y la fruición es un acto reflexivo.
Incluso los acontecimientos vitales de los días próximos o lejanos, contribuyen a formar ese momento irrepetible. Es cierto lo que dice Borges, cada lectura tiene su momento, y no puede ser forzada.
Hay una ley que gobierna la lectura. De alguna forma, los libros llegan a nuestras manos con cierto orden, que el apresurado llamaría aleatorio (aunque no sin vacilar), y es cierto también que luego de acabar con uno, el alma siente predisposición a tal o cual, muchas veces sin causas claras.
Hace unos días me pasó algo que sólo ocurre cada tanto, y por esta infrecuencia, así como por el número de factores, internos y exteriores, que es preciso concertar para que ocurra, lo valoro con cariño: comencé a leer un libro y me fue imposible detenerme.
Venía yo de ciertas lecturas, quizá crudas –en alguna acepción que no sé si la palabra tiene –y, me encaré a las que aún me aguardaban apiladas en una mesita del living (en vez de mesita podríamos decir una caja).
Puesto de tal guisa ante mi destino, de pie ante mi doméstico jardín de los senderos que se bifurcan, dije vos mismo, vení para acá. Así comencé a leer La motocyclette (una generosa recomendación factual de Jahey) de André Pieyre de Mandiargues (mucho gusto, encantado, Zeta). Y no lo pude dejar de leer. Pasaron las horas. Tres. Y yo seguía posponiendo mis quehaceres con una voz en background que los fijaba para el final de la siguiente media hora, una y otra vez.
La novela es el viaje de una joven de diecinueve años montada a una Harley Davidson negra, entre Haguenau, en Alsacia, y Heidelberg, al borde de la Selva Negra. La chica sale al alba enfundada en un traje negro de motociclista (sólo lleva debajo una bombacha de nylon color piel, por la cual se alegra al recordar que unos días atrás, ni siquiera eso llevaba) dejando a su esposo durmiendo en la cama, para encontrarse con su amante.
Quizá contribuyó a encantarme que yo hubiera hecho hace poco tiempo, el camino exactamente inverso, desde Heidelberg hasta Strasbourg, en circunstancias que por diversos motivos, hoy son muy especiales para mí. Puede haber influido en especial Heidelberg, ya que producto de nuestra imprevisión, varios extravíos, de algo inefable, y de la falta de hospedaje estándar, nos alojamos en el Hotel am Schloβ (en la Zwingerstraβe que no es sino la calle de la Perrera) prendido a la ladera sur del río Neckar, a los pies del castillo de Heidelberg, con vistas a la Heiliggeistkirche primero (iglesia del Espíritu Santo), al río más atrás, al Alte Brücke y al Paseo de los Filósofos (Philosophenweg); a las luces más cercanas de la ciudad antigua, y a las más nuevas a lo lejos, cuando caía la noche y nos sentábamos en la terraza que balconeaba la ladera empinada.
Tal vez disfruté tanto la lectura porque me acuerdo aún de las curvas que escalaban la Selva Negra. Y sin duda porque una circunstancia similar a la de Heidelberg nos puso en Strasbourg en el Hôtel Suisse, con vistas a la catedral de Strasbourg, a escasos cien metros (cómo nos habituamos a las belles vues!).
Claro que no conducía una motocicleta Harley Davidson entonces, sino un Ford Fiesta, apropiado y eficiente (nos habían prometido un Opel Astra, pero, por alemanas razones que escasamente comprendí, hubo cambio de planes).
Ahora, lo más curioso de todo esto es que jamás me interesaron las motocicletas. Nunca he subido a una.
Miento, anduve una vez en Marindia –hace como veinticinco años –en la parte de atrás de una motito de esas que van propulsadas por un ruido a batidora, con el exnovio de una exprima (que sigue siéndolo, pero que no la veo hace años). Y también, sí, es cierto, en épocas ya más adultas, he sido acompañante de Morihei, en una moto respetable. Pero nunca me interesaron estos aparatos. En una época solía incluso desestimular a la gente a andar en moto.
Y fijate que viajando junto a Pieyre de Mandiargues por las rutas alsacianas y por la Selva Negra, sentí (lo repito: SENTI) el vértigo de la velocidad en el rostro y en el estómago, la vibración del motor entre mis muslos apretados contra el tanque de nafta; vi desintegrarse a mi alrededor todo vestigio de inmovilidad, casas, árboles, toda referencia espacial, vi un túnel, y un universo al final; estuve fuera del espacio, escapando a las leyes vitales que parecen inexorables al pedestre, pero que son nada a 150 km/h, recostado contra el cuerpo tibio de la Harley. Y sentí la necesidad de girar mi muñeca y dar más gas, y después de cierto punto la velocidad es poca siempre, así como para el alcohólico un vaso debe seguir a otro, porque a esas velocidades, tampoco la velocidad existe.
A pesar de tener la tranquilidad que me proporcionaba el freno de dirección (cuya existencia jamás hubiera sospechado antes de subir a la Harley y comprender lo fatal que puede ser la menor, la más alemana de las imperfecciones de la ruta a 170 km/h) a pesar de ese seguro, sentí miedo. Miedo de tener que volver a desplazarme a paso de peatón (tal vez es por eso que nunca me gustaron las motos, sólo que ahora lo sé). Miedo a no poder parar de acelerar.
Preferiría no saber cual de todas estas causas hicieron de mi lectura una experiencia tan especial. Y me queda aún una más: es muy probable que al leer en una lengua que no me pertenece, haya podido escapar al rígido y sutil corsé de la gramática, que es existencia, y por lo tanto, esta historia haya llegado hasta mí como pura esencia.
Es posible que haya burlado la admonición con que comienza un párrafo introductorio a La motocyclette, advirtiendo que toda narración es un ensueño vaciado en las formas del lenguaje.
La novela en sí comienza con un parágrafo extraído del Metzengerstein de Poe, que a su vez comienza con una cita de Martin Lutero. Así, cada uno va anteponiendo a los episodios de su vida, palabras de otros libros, de otras vidas. Todos nos remitimos sin remedio a una causa primera, una o dos, unas pocas en cualquier caso.
Dejo por acá. Este post está saliendo demasiado res non verba.
Salú. Pasen bien.
Incluso los acontecimientos vitales de los días próximos o lejanos, contribuyen a formar ese momento irrepetible. Es cierto lo que dice Borges, cada lectura tiene su momento, y no puede ser forzada.
Hay una ley que gobierna la lectura. De alguna forma, los libros llegan a nuestras manos con cierto orden, que el apresurado llamaría aleatorio (aunque no sin vacilar), y es cierto también que luego de acabar con uno, el alma siente predisposición a tal o cual, muchas veces sin causas claras.
Hace unos días me pasó algo que sólo ocurre cada tanto, y por esta infrecuencia, así como por el número de factores, internos y exteriores, que es preciso concertar para que ocurra, lo valoro con cariño: comencé a leer un libro y me fue imposible detenerme.
Venía yo de ciertas lecturas, quizá crudas –en alguna acepción que no sé si la palabra tiene –y, me encaré a las que aún me aguardaban apiladas en una mesita del living (en vez de mesita podríamos decir una caja).
Puesto de tal guisa ante mi destino, de pie ante mi doméstico jardín de los senderos que se bifurcan, dije vos mismo, vení para acá. Así comencé a leer La motocyclette (una generosa recomendación factual de Jahey) de André Pieyre de Mandiargues (mucho gusto, encantado, Zeta). Y no lo pude dejar de leer. Pasaron las horas. Tres. Y yo seguía posponiendo mis quehaceres con una voz en background que los fijaba para el final de la siguiente media hora, una y otra vez.
La novela es el viaje de una joven de diecinueve años montada a una Harley Davidson negra, entre Haguenau, en Alsacia, y Heidelberg, al borde de la Selva Negra. La chica sale al alba enfundada en un traje negro de motociclista (sólo lleva debajo una bombacha de nylon color piel, por la cual se alegra al recordar que unos días atrás, ni siquiera eso llevaba) dejando a su esposo durmiendo en la cama, para encontrarse con su amante.
Quizá contribuyó a encantarme que yo hubiera hecho hace poco tiempo, el camino exactamente inverso, desde Heidelberg hasta Strasbourg, en circunstancias que por diversos motivos, hoy son muy especiales para mí. Puede haber influido en especial Heidelberg, ya que producto de nuestra imprevisión, varios extravíos, de algo inefable, y de la falta de hospedaje estándar, nos alojamos en el Hotel am Schloβ (en la Zwingerstraβe que no es sino la calle de la Perrera) prendido a la ladera sur del río Neckar, a los pies del castillo de Heidelberg, con vistas a la Heiliggeistkirche primero (iglesia del Espíritu Santo), al río más atrás, al Alte Brücke y al Paseo de los Filósofos (Philosophenweg); a las luces más cercanas de la ciudad antigua, y a las más nuevas a lo lejos, cuando caía la noche y nos sentábamos en la terraza que balconeaba la ladera empinada.
Claro que no conducía una motocicleta Harley Davidson entonces, sino un Ford Fiesta, apropiado y eficiente (nos habían prometido un Opel Astra, pero, por alemanas razones que escasamente comprendí, hubo cambio de planes).
Ahora, lo más curioso de todo esto es que jamás me interesaron las motocicletas. Nunca he subido a una.
Miento, anduve una vez en Marindia –hace como veinticinco años –en la parte de atrás de una motito de esas que van propulsadas por un ruido a batidora, con el exnovio de una exprima (que sigue siéndolo, pero que no la veo hace años). Y también, sí, es cierto, en épocas ya más adultas, he sido acompañante de Morihei, en una moto respetable. Pero nunca me interesaron estos aparatos. En una época solía incluso desestimular a la gente a andar en moto.
Y fijate que viajando junto a Pieyre de Mandiargues por las rutas alsacianas y por la Selva Negra, sentí (lo repito: SENTI) el vértigo de la velocidad en el rostro y en el estómago, la vibración del motor entre mis muslos apretados contra el tanque de nafta; vi desintegrarse a mi alrededor todo vestigio de inmovilidad, casas, árboles, toda referencia espacial, vi un túnel, y un universo al final; estuve fuera del espacio, escapando a las leyes vitales que parecen inexorables al pedestre, pero que son nada a 150 km/h, recostado contra el cuerpo tibio de la Harley. Y sentí la necesidad de girar mi muñeca y dar más gas, y después de cierto punto la velocidad es poca siempre, así como para el alcohólico un vaso debe seguir a otro, porque a esas velocidades, tampoco la velocidad existe.
A pesar de tener la tranquilidad que me proporcionaba el freno de dirección (cuya existencia jamás hubiera sospechado antes de subir a la Harley y comprender lo fatal que puede ser la menor, la más alemana de las imperfecciones de la ruta a 170 km/h) a pesar de ese seguro, sentí miedo. Miedo de tener que volver a desplazarme a paso de peatón (tal vez es por eso que nunca me gustaron las motos, sólo que ahora lo sé). Miedo a no poder parar de acelerar.
Preferiría no saber cual de todas estas causas hicieron de mi lectura una experiencia tan especial. Y me queda aún una más: es muy probable que al leer en una lengua que no me pertenece, haya podido escapar al rígido y sutil corsé de la gramática, que es existencia, y por lo tanto, esta historia haya llegado hasta mí como pura esencia.
Es posible que haya burlado la admonición con que comienza un párrafo introductorio a La motocyclette, advirtiendo que toda narración es un ensueño vaciado en las formas del lenguaje.
La novela en sí comienza con un parágrafo extraído del Metzengerstein de Poe, que a su vez comienza con una cita de Martin Lutero. Así, cada uno va anteponiendo a los episodios de su vida, palabras de otros libros, de otras vidas. Todos nos remitimos sin remedio a una causa primera, una o dos, unas pocas en cualquier caso.
Dejo por acá. Este post está saliendo demasiado res non verba.
Salú. Pasen bien.
Hace tres días pensaba en que un montón de veces (capaz que siempre, pero andá a afirmarlo) es más placentero el recuerdo que la experiencia. Debe haber una serie de fenómenos psicológicos bastante razonables (filtrado de negativos, la no necesidad de "disfrutar el momento", porque este ya pasó, otros a gusto del lector), pero igual a uno le sorprende cuando le sucede.
ResponderEliminarHace tres horas leía Notre Dame de Paris y tuve una de esas pocas veces en las que dudo si las obras de artes no necesitan contexto. Igual lo afirmo, pero menos seguro.
Igualmente para usted.
Y la poesía se lee en idioma ajeno, debe ser, sí.
Muy bueno, zeta, logra hablar de un libro dedicándole sólo unos párrafos. Un gran ejercicio de subjetividad, por lo cual no tengo mucho que agregar.
ResponderEliminarBásteme decir por ahora que, partiendo del párrafo que cita sobre el final, toda narración es un viaje a alguna parte y que todo viaje es ya un texto, en algún lugar, aunque estemos en el cenit de la experiencia.
Por otra parte, y respondiendo a rodia también, no existe la experiencia que no incluya el recuerdo, así como la experiencia se transforma en recuerdo que condiciona la próxima experiencia, etc.
Es raro, porque es posible que el autor nunca haya hecho este viaje y sin embargo Ud. logra revivirlo como experiencia completa, es decir mental y física. ¿Cómo se obtiene esto? ¿Será que escribir es delirar?
Sí, rodia, más vale lenguaje ajeno que surrealismo, a la hora de versear.
ResponderEliminarUn viaje es texto, una experiencia cualquiera es texto. La percepción es texto (por más Kant y demás con que me vengan; bah! en realidad toda la filosofía es bastante tautológica).
Me imagino que dentro de uno, en algún paso intermedio, el mundo se representa como en la pantallita verde de mátrix. Sólo que en lugar de chirimbolos chinescos aparecen indicadores del lenguaje del invididuo (a los lejanos orientales les aparecerá, sí, algo parecido a lo que se ve en la película).
Wittgenstein fue, creo, el único filósofo que llegó hasta el absurdo de la filosofía (pero sospecho que jamás se dio cuenta del todo).
Voy a ver si leo En busca del tiempo perdido. A menos que alguien me haga desistir.
Olvidaba esta cita sobre a la pregunta final de astllr.
ResponderEliminarY ahora, parece mentira ver el chalet con todo el esplendor que habrá tenido cuando fue levantado. Yo no hubiera dado un centavo por él, lo admito. Pero Baigorría supo ver más allá. Sus ojos captaron lo que podía llegar a haber en el futuro dónde entonces se encontraba sólo mugre y escombros.
¡Ah, ver más allá! ¿Qué órgano de la psiquis será el que concede a unos ojos ver lo que no está más que en potencia? Es un enser poderoso que no todos los hombres tienen en igual medida.
¿Hasta qué punto será esa habilidad del ojo de ver lo que aún no está lo que hace gigante a un hombre?
Si César no hubiera visto en las extensiones salvajes de la Galia hirsuta a la que fue enviado, las calzadas romanas, los acueductos, las legiones controlando el paso, mucho antes de que estuvieran allí; y si no hubiera visto esa tierra indómita adosada a su nombre como estandarte de gloria y temor mientras cruzaba el Rubicón para tomar el Imperio; si no hubiera visto todo esto en el momento mismo de abandonar Roma, no hubiera pasado de ser otro romano.
Ni el nombre de Alejandro habría sobrevivido si el macedonio no hubiera visto lo que aún no existía.
Ahora bien, ¿no es eso, precisamente, lo que le ocurre a los enfermos mentales (y pienso, sí, en María)? ¿Será el descontrol de ese órgano de la grandiosidad, capaz de llevar al hombre hasta alturas divinas, o hundirlo en los ácidos hirvientes del infierno, la causa de la locura?
Técnicamente, a la hora de ver lo que no está, no es posible distinguir a un visionario de un alucinado. Quizás haya un matiz en cuanto el primero sabe que lo que ve no es real sino que está sólo en potencia, mientras que el alienado es prisionero de su alucinación.
¿Pero es cierto esto? ¿No cree,
acaso, el visionario, que su sueño es una realidad tan tangible como cualquier otra?
En el viaje de Buenos Aires a Santa Genoveva tuvimos ocasión de discutir sobre tópicos parecidos a estos.
El norteamericano James se mostró obtusamente firme en cuanto a la diferencia esencial que existía entre la imaginación visionaria y la alucinatoria.
Pero Maurice Rènnes (digno sucesor de Charcot, que sin duda alcanzará cotas aún más altas) le hizo frente con empeño (y cierta habilidad, también) defendiendo la posición de que la línea que separa a uno y a otro es tan sutil que podría ser borrada fácilmente con unos pocos argumentos y ejemplos.
No hay que descartar lo que dijo entonces Agassiz, que la grandeza del hombre es una cualidad externa a él, otorgada o negada por terceros (¿alucinados? ¿visionarios?). Me encanta la aguda chispeza aforística de Agassiz.
La Fiesta
Juan Martín Castellonese