lunes, 11 de febrero de 2013

Palabras, palabras, sólo palabras... las mejores palabras

El Pasajero
Rodolfo Rabanal

A ver… Caballeros, damas, préstenme su atención un momento. Les quiero presentar aquí al señor Rodolfo Rabanal, referente prolífico y recurrente representante cuya lectura os recomiendo. Se trata de un escritor… digamos, un escritor becado. Rodolfo recibió la beca Fulbright y se fue a producir a Iowa; y diez años más tarde los comités benefactores aún confiaron en él dotántole con la Guggenheim. Y si no os impresiono con todo esto, también diré que al regreso de Iowa (que bella palabra) Iowa decía, se fue a París a ser corresponsal de un diario argentino. Pero lo echaron, y la Unesco aprovechó esa oportunidad imperdible para reclutarlo como traductor y luego como Agregado cultural. También en su país, un día que regresó, debió llevar adelante una Secretaría de similares responsabilidades.


Así que, señores, señoritas, los voy a dejar con Rodolfo que va a hablarnos de su novela El Pasajero. Bien, me dice Rodolfo, aquí al oído, que en estas páginas se cuenta la historia de un grupo de escritores de distintos países, becados por una sospechosa (sic) organización para alojarse durante el invierno en New Caen, un pueblito universitario sito cuatrocientos kilómetros al norte de Chicago.

Perdón, dice Rodolfo. Debe, dice, ausentarse un momento, pero yo voy a continuar hablando de esta obra que me gustó mucho y cuya lectura recomiendo rabiosamente. Vaya Rodolfo, aquí lo esperamos.

Pues bien, si la finalidad de El Pasajero fuera confirmar que existe vida al norte de Chicago, la empresa fracasaría miserablemente. New Caen parece un pueblito de cartón. Los personajes son, apenas, bosquejos más bien traslúcidos. Y en esta historia no pasa nada. No hay trama, no hay nudos narrativos, la poca expectativa que alienta al lector, suele evaporarse sin satisfacción alguna.

Ah, aquí vuelve ya, Rodolfo. Pero continuando, decía que el estilo de Rodolfo es tan excepcional, el vocabulario es tan preciso, ostenta una riqueza plasmada en la expresión siempre perfecta, las descripciones son tan evocativas, la sintaxis tan bruñida, que, a pesar de la ausencia de todo elemento novelísitico, Rodolfo nos transmite emociones vivas. Frías, sí, como el invierno en New Caen. Y, dicho sea de paso, me atrevo a decir que el Invierno es el único personaje aquí. 

El estilo indirecto con el que se refieren todas las alocuciones, a través de la voz del narrador (uno de los escritores becados, argentino) nos impide estar a solas con ninguno de los personaje, y hasta nos invita a dudar de su existencia. En un apuro, ni siquiera sabría precisar cuántos son. Sé que hay un polaco, un húngaro, una pareja de jovencitas.

Me atrevo a decir, corríjame Rodolfo si no concuerda, que la clave de El Pasajero está en la descripción de la vida de campus universitario, que ya se sabe es tan abúlica, aburrida hasta la languidez, y sin embargo aquí, como en las más populares comedias de Hollywood, se muestra amena y hasta interesante. Esta ficción, sumada a las ausencias mencionadas, no puede decirnos otra cosa sino que la historia es una fantasía del narrador. El bosquejo de una obra que prepara mientras goza (quizá él sí) de una beca.

Esta sensación de bosquejo laboriosamente editado es aún más evidente en algunos desaprovechamientos casi toscos. En primer término, el misterioso representante de la organización benefactora, Edwin Thurber, cuyas intenciones desconocidas generan la insinuación de un ambiente paranoico, pero no ocurre nada con él y se desvanece a pocas páginas de su entrada triunfal.

Y luego, la pistola. Recordemos las palabras de Guillermo Martínez en La Víctima: «… ‘y esa misma tarde compró un 38 corto, de seis tiros.’ Así terminaba el primer capítulo. Roberto sintió que se adentraba en tierra de nadie. Las frases más inocentes podían ahora ser significativas; las palabras tenían otro peso, otras resonancias. Ahora había un revólver de por medio, y todo estaba bajo amenaza ¿No era exactamente eso, según Chejov, lo que diferenciaba a la literatura de la realidad? Si hay un revólver, antes de las doscientas páginas el revólver se disparará. Los personajes se aguzaban: nada de lo que harían, nada de lo que dirían, sería ya casual.»

El narrador de El Pasajero es obsequiado con una pistola cargada de muerte, en un momento en que la idea del asesinato ronda su cabeza y varias situaciones de molestia y odio tiñen las anécdotas de nuestro narrador. Pero la pistola es envuelta en franela y guardada en un cajón, donde hasta Rabanal parece olvidarla.

Varias páginas desgranan referencias a la obra de Hopper (tenemos un de sus cuadros iluminando un viejo muro de este sitio), alentando a buscar en ellas el tono y el significado de estas páginas. Mala señal. Siempre es mala señal si hay que interpretar por el lector. Por fortuna, filosóficamente la obra no dice nada, y si Rodolfo quería decir algo, debemos agradecer que no lo consiguió.

Así que, nada, recomiendo esta novela de exquisita lectura ¿No sé si quiere agregar algo, Rodolfo?



2 comentarios:

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  2. Como se dijo, había un húngaro, que aquí ha venido a decir algo. Me confunden un poco esas longitudes que parecen obsesionarlo...

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